¡Historia Real! Narramos los últimos minutos de Armando Cañizales, el joven músico venezolano que decidió apostar su talento a la defensa de su libertad, y las fuerzas armadas de la tiranía socialista le quitaron la vida.
Armando tenía toda la semana pensando que ya era la hora. Estaba empeñado en la idea —aunque no la exteriorizara mucho— porque en el país se vivía una tensión sin igual, y la MUD parecía estar respondiendo -al fin- al clamor popular.
Fue a las protestas con la fuerte convicción de que su apoyo sería esencial y que haría la diferencia en la lucha contra la tiranía. Quizás pecaba de soñador, pero era un jovencito de dieciocho años y -cuando se tiene esa edad- lo único factible es mirar hacia el futuro y hacer lo que el corazón dicte para materializarlo.
La mañana del 3 de mayo de 2017, Armando despertó de un plácido sueño con la misma euforia que le había embargado en días anteriores. Ya para él suponía un logro supremo haber acrecentado la velocidad con la que los dedos de su mano izquierda se movían sobre el mástil de la viola o que en días próximos iría a la Universidad Central de Venezuela a optar por un cupo de la carrera de medicina para continuar con el legado de sus padres, ambos médicos. No obstante, ese sentimiento que había crecido en él, ese furor libertario que se traducía en una alegría inusual, podía más que todo.
Después de un desayuno rápido, partió junto a su hermano hacia una gran manifestación que caminaría desde el Distribuidor Altamira hacia un destino incierto. Sintió ese recurrente clima de júbilo que suele haber en las manifestaciones protagonizadas por sus paisanos, a pesar de que ya corrían días difíciles en los que la brutal represión había cansado los ánimos. Pero él era un chamo deportista que estaba acostumbrado a correr durante mucho tiempo en los partidos de fútbol que jugaba con sus amigos de Bello Monte, no iba a dejar que unas “tontas” bombas lacrimógenas le hicieran flaquear en sus objetivos.
Cuando la represión de aquel día comenzó, Armando -quien se había colocado la máscara antigases que precavidamente había empacado en su mochila- dio a parar al Rosal, donde él, su hermano, y grupo de conocidos —los cuales habían armado escudos improvisados y cargaban algunas piedras— se dispusieron a combatir con un grupo de efectivos de la Guardia Nacional que formaban un piquete en el puente que conecta la Avenida Río de Janeiro con la autopista Francisco Fajardo.
Realmente era una locura, él lo sabía, porque eran muchos esbirros del régimen contra sólo unos cuantos. Pero no había más en su cuerpo, que una pasión que lo regía desde la cabeza hasta los pies.
La lucha fue tan dura para él y sus amigos, como lo fue para los del bando contrario.
En el fragor de la batalla, una lluvia de gases que provenían del piquete, los hizo retroceder al punto de casi tener que huir del sitio. Pero el bizarro Armando -sorteando un campo de batalla sin aliados- dio unos firmes pasos hacia delante y alzó sus brazos, mostrando así las únicas armas que cargaba encima: el coraje y la decisión. Aquellas armas tenían municiones infinitas, pero aun así no pudieron defenderlo de esa bala ruin, disparada desde un brazo ejecutor aún más cruel, que le segó la vida en un instante.
Al verlo en el suelo, sus compañeros de lucha corrieron de inmediato a socorrerlo. Estaban exaltados por su abrupta caída. No entendían qué había sucedido, por qué de pronto sus corazones se habían arrugado tan fuertemente. Sólo se darían cuenta luego de la triste verdad, tan solo unos minutos después, cuando ya todo el mundo se hubo enterado de que la vitalidad de aquel chico de dieciocho años había sido reducida a cenizas.
Pero el vil asesinato de Armando sería capaz de mover cimientos importantes, sería incluso capaz de afectar las conciencias más disociadas de la realidad y de forzar el discurso de repudio en bocas de algunos personajes arrastrados a las patas del diablo.
Por eso, más que un hecho sombrío que se suma a los números que se cuentan en el campo de batalla, Armando se convertirá en un recuerdo heroico para quienes continúan su lucha.
Por: Nixon Piñango.