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Venezuela No Era Así, Como Es Hoy, Yo La Recuerdo Muy Bien

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Mis primeros diez años los viví en Valera, Estado Trujillo; pero la mayor parte de mi vida transcurrió en Mérida, por eso digo a todo pulmón que soy merideño. Recordando Valera, mi infancia fue normal; y con “normal” me refiero al curso normal de las cosas, jugando, divirtiéndome con amigos y yendo al colegio.

Vivíamos en Las Acacias y teníamos dos calles ciegas y una avenida justo ahí, al otro lado de los árboles de pomagasa del edificio Francisco José. Recuerdo lo bien que la pasábamos jugando el escondite, montando bicicleta y corriendo entre el edificio, las dos calles ciegas y la avenida. No recuerdo que mis padres me hayan dicho ni una sola vez, “no puedes bajar a jugar porque es peligroso”.

Yo tenía menos de diez años, mis papás me daban “un fuerte” (esa moneda ancestral de 5 Bs. de los de antes) con los que me iba con mis panitas caminando -sin adulto que nos acompañara- a un “kiosko” que quedaba a dos cuadras del edificio, a comprarme “dos raqueti picante y una Pepsi”; y me daban vuelto. ¿Cuáles eran los peligros? Que corriéramos de repente -como lo hacen todos los niños- y que -por accidente- un carro no frenara a tiempo; más nada.

A los once años -finales de 1995- nos mudamos a otra ciudad; y fue la primera vez que me enamoré de algo: Mérida. Así que mi adolescencia transcurrió en ese valle. La urbanización Humboldt era nuestro patio, prácticamente. Mi hermano menor y yo hicimos parte de nuestros mejores amigos ahí, yendo al Liceo y jugando hasta horas de la noche sin miedo, regresando a casa tarde y con menos de quince años en nuestro haber. ¿Qué era lo peligroso? Otra vez: cruzar la avenida Las Américas sin precaución y que un carro -por accidente- no frenara a tiempo.

Y así fui creciendo en esa Mérida tranquila, segura, con ese clima y con montañas que te abrazan con tanta fuerza, que nunca te quieres ir. Llegaron los dieciocho; a esa edad uno ya ha hecho la mayor parte de sus amigos -o por lo menos yo ya había hecho los míos-. Salir a comer, beber, rumbear, novia, hacer deporte y la universidad; de eso se trata. Es el curso normal de las cosas: infancia para divertirnos, adolescencia para rebelarnos y los veinte para portarnos mal, meter la pata, aprender y tomar decisiones.

En este punto, uno sabe que va a llegar el momento en que todo cambia; que los amigos, hermanos y primos pasarán de la parranda a las reuniones familiares, que comenzaremos a trabajar, que algunos se van a casar más temprano que otros, que quizás dejarán la ciudad; pero ¿dejar el país? Eso era una cosa rara. Nuestros padres nos quieren cerca, nosotros los queremos cerca, también a nuestros hermanos, a nuestros amigos, porque la vida sin familia y sin amigos es insípida, sabe mal.

No sé si lo saben, pero hay sistemas -y personas- a los que no les gustan estos vínculos, porque significan fuerza, significan unión, independencia y libertad; y ese sistema -de haberse paseado exitosamente por países a los que destruyó- llegó a Venezuela: el socialismo. Llegó para eso, para acabar con “el rumbo normal de las cosas”. Llegó para arrancarle páginas al “qué somos” y al “de dónde venimos”.

Notarán que yo conservo las mías, porque desde muy chamo sabía que las iban a arrancar; y gracias a la educación que recibí en casa desde muy joven sé que mis valores son mi familia, mis amigos, lo que consigo por cuenta propia y que mis únicos derechos son mi vida, mi libertad y mi propiedad; en mi cabeza no existe lo “gratis”.

Comencé a despedir a mis amigos, uno por uno, todos al exterior. Esas despedidas -aunque decíamos que no- sabíamos que lo más probable era, que fuesen para siempre. Yo -de necio- me negaba a irme de Venezuela; sin duda porque -al ser libertario- sé que las cosas se pueden cambiar rápido con algunas medidas nada populares, pero todos los venezolanos que conozco dicen que “eso no es posible en Venezuela” y pues estamos pagando el precio de esa “cultural” indisposición.

Mérida dejó de ser la misma. De mi primer amigo, despedí a los demás, hasta que solo quedábamos dos en esa cuadra, y mi familia. ¿Salir a cenar, comprarse un carro o una casa? La cosa más “cara” del mundo, pues claro, lo primero que el socialismo destruye es el valor del dinero, porque el “dinero” significa poder individual y eso es una amenaza para los totalitarios. ¿Salir por las noches a tener vida social? La cosa más peligrosa del mundo; la ciudad estaba en una completa penumbra y soledad, los círculos sociales más cercanos o se habían ido de Venezuela o estaban presos en casa por la inseguridad; claro, el socialismo se apalanca en el miedo para neutralizar a los individuos: destruye la esperanza de alguien y -aunque vivo- estará muerto.

Me tocó a mí. Me despedí del último amigo que quedaba, de mis hermanos, de mis sobrinos, de mis padres. Era yo el que se iba, más porque tenía que porque quería y eso lo hacía más insoportable.

Recuerdo que lloré solo con tres personas: el primero fue con mi hermano menor cuando me despedí de él y mi sobrino. La segunda fue con mi hermana y viendo dormir a mi otro sobrino con el que vivía. La tercera, mi mamá, a la que siempre le pegaba que yo dejara casa así fuese de vacaciones. Me despedí de mi papá a media madrugada y me dijo: “si vas a volver, que no sea porque extrañas sino porque las cosas han cambiado”; y creo que estaré el resto de esta experiencia más cerca de volver por lo primero que por lo segundo.

En Valencia me despedí de mi hermano mayor y mis dos sobrinos mayores. Y así vi quebrarse el rumbo normal de las cosas en vida; gracias a un sistemita que hoy por hoy millones siguen aplaudiendo.

¿Volver a Venezuela? Todos los días me despierto con esas ganas. Pero si hay algo que llevo corriendo en mis venas -además del afán de tomar decisiones basado en la razón más que en la emoción- es esa sangre de “primero yo, segundo yo y tercero yo”. Y esa es la expresión más pura que un individuo puede tener por el respeto a la vida, que es uno de mis valores. ¿Vivir sin libertad? No quiero, no puedo; y en la República Bolivariana estamos condenados a eso. ¿Sin propiedad? Es como si te arrancaran los brazos, las piernas y la cabeza; no queda nada de un individuo sin su propiedad.

¿Qué clase de Venezuela quiero? Por eso conservo las páginas que me quisieron arrancar, para partir de esa vida que teníamos y que nos dejamos robar. Tener un país libre es simple, pero solo cuando la gente piensa, actúa, cuestiona todo y -lo más importante- conoce sus verdaderos derechos.

Yo no quiero volver a esa Venezuela que habla de democracia como “la gran maravilla”, porque eso desde siempre ha servido solo para poner en el poder a delincuentes. Yo prefiero una donde la gente diga libertad y propiedad antes que cualquier otra cosa, donde el respeto a la vida sea porque uno entiende el valor de la misma. Una Venezuela donde ningún burócrata de pacotilla tenga el poder para decirme qué moneda puedo comprar, qué moneda no y -de paso- que él establezca el precio.

Yo quiero una Venezuela donde la gente reconozca la importancia del comercio, de la producción, en lugar de estar repitiendo idioteces como “los ricos deberían pagar más impuestos”, como si castigar el éxito fuese correcto. Una Venezuela en la que yo llegue a comprar algo y si el precio me gusta, lo pago; si no me gusta, me voy.

Yo quiero una Venezuela donde la gente quiera ser empresario -para ganarse el dinero con trabajo- y no un político -para hacerse con el dinero de otros-. ¿La viveza criolla y el bochinche? Esas cosas van en nuestro ADN y nunca se podría hacer daño con ellas si en un país hay justicia en lugar de impunidad.

Es por eso que yo conservo las páginas que me quisieron arrancar, para saber por dónde empezar; porque el día que regrese a Venezuela -que no sé si está cerca o lejos- será porque la vida puede seguir el curso normal de las cosas, y no están en peligro mi libertad ni mucho menos mi propiedad.

 

Por: José Miguel

Jose Miguel

Jose Miguel

Antes de conquistar el poder, debemos conquistar los medios, por eso fundé esta revista y no un movimiento estudiantil. Esta es mi cuenta de Twitter @JP7___

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