Cuando los latinoamericanos hablamos de Uruguay, lo primero que se nos viene a la cabeza es que se trata de un pequeño pedazo de Europa en el cono sur.
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De hecho, a principios del siglo XX se ganó el mote de «La Suiza de América» debido a la prosperidad de su economía, que florecía a la par de la de su vecino más próximo y con el cual tiene una historia y cultura prácticamente compartidas: Argentina. Y la verdad es que Uruguay tiene mucho de Suiza: es un país pacífico, con unos estándares de vida relativamente altos en la realidad nuestro continente y, sobre todo, mucha libertad financiera.
Recientemente se ha convertido en noticia por ser, junto con Paraguay y Costa Rica, uno de los pocos países de América Latina que mejor ha enfrentado la pandemia del Covid-19, con menos de mil casos confirmados y menos de treinta muertes hasta la fecha en que se escribe este artículo. Éste es un caso curioso porque, a diferencia de los grandes referentes de políticas mundiales en tal respecto, en Uruguay nada se hizo por obligación más que simplemente dos cosas: cerrar las fronteras y suspender las clases. No hubo decreto de cuarentena obligatoria ni cierre técnico de empresas por mandato coactivo, como sí ocurrió y sigue ocurriendo en países como Argentina y Chile.
El gobierno uruguayo, presidido por el señor Lacalle Pou, apostó por una serie de exhortaciones que se hacían a diario a través de los diferentes medios de difusión, exhortaciones que buscaban educar a la población sobre los riesgos de exponerse y que de hecho la ciudadanía hizo suyas sin chistar.
Fue así como, al siguiente día de declarado el Estado de emergencia, el país amaneció completamente vacío; nadie en las calles, negocios cerrados… Después de las seis de la tarde, Montevideo (ciudad en la que vivo desde hace casi dos años), parecía un pueblo fantasma. Con el paso de los días, esa situación se profundizó debido a que las empresas grandes decidieron mandar a sus trabajadores a hacer labores desde casa, o directamente a paro momentáneo. Todo de forma voluntaria.
Nunca había visto una cosa igual, que un gobierno tuviera la suficiente capacidad de cohesionar a la población sólo a través del verbo. Bien es cierto que la gravedad de la situación era evidente y que más que cualquier cosa exigía la responsabilidad ciudadana para poder solucionarse.
Aunado a esto, el gobierno, que además tenía las presiones de la oposición izquierdista, apostó por no tocar la carga impositiva y por reducir gastos en las diferentes oficinas del Estado, para que no fuera la empresa privada la que soportara el costo de la pandemia. Y nadie se quejó, justo porque una de las promesas de campaña de Lacalle Pou fue la austeridad fiscal; sencillamente estaba siendo coherente consigo mismo. Gracias a eso, la economía uruguaya, que históricamente ha sido muy susceptible a los cambios bruscos (al estar muy asociada con el comercio), está empezando a igualar con cierta facilidad el estatus que tuvo antes de la pandemia.
Lacalle y la bandera de la libertad en América Latina
Una de las cosas por las que Uruguay fue famosa en años anteriores fue justamente por sus gobiernos de izquierda, concretamente por una hegemonía de quince años consecutivos liderada por un partido socialista llamado «Frente Amplio». En regla general, los socialistas uruguayos fueron relativamente moderados en el ejercicio del poder, no perturbaron mucho el marco legal y, por tanto, no derivaron en una tiranía como la venezolana, a pesar de que tuvieron el tiempo y la influencia necesarios para hacerlo. Cuestión de suerte, digo yo.
Pero como toda izquierda, su relación con la economía fue bastante promiscua, dejó a Uruguay con una presión fiscal altísima, de alrededor del treinta y cinco por ciento (la más alta de la América libre), como resultado de sus políticas expansionistas de las competencias del Estado. Además de esto, la deuda pública quedó en más del sesenta por ciento del PIB. En fin, hicieron justicia a aquella máxima de Hayek que reza: «si los socialistas entendieran de economía, no sería socialistas».
Es en este marco donde surgió la figura del Dr. Luis Lacalle Pou, abogado de profesión e hijo de un linaje de políticos que han ocupado cargos públicos de relevancia desde principios del siglo XX en el país rioplatense. Todos ellos se han encuadrado en una corriente ideológica conocida como el «Herrerismo», nombrada así en referencia al bisabuelo de Lacalle y principal caudillo del Partido Blanco durante cincuenta años, el periodista Luis Alberto de Herrera.
Esta corriente ideológica ha variado mucho con el paso de los años. Empezó como una tendencia conservadora-antiimperialista y ahora es una corriente mucho más liberal, defensora de la libre empresa y la libertad individual. En el discurso de Luis Lacalle Pou se evidencian estos ideales y, por el momento, sus primeras acciones son consecuentes con ellos.
Sin embargo, muchos temen tener entusiasmo ante su gobierno pues la dinámica natural de estos países del cono sur (Uruguay, Argentina y Chile), donde el poder de los sindicatos es brutal, puede evitar que se lleven a cabo reformas estructurales para que salgan del estancamiento económico y social en que están; en pocas palabras, hay altas probabilidades de que el gobierno de Lacalle pueda ser una versión uruguaya del macrismo o del piñerismo.
Esperemos que no, por supuesto, y apostemos porque el ejemplo de gestión de la pandemia que hemos visto en Uruguay se extienda hacia otros ámbitos de su política y que, gracias a esto, aquello que en algún momento fue uno de los baluartes de la izquierda del mundo moderno se transforme en un modelo de libertad.