Desde los siete años de edad y hasta los veintidós, buena parte de quienes habitamos este mundo dedicamos ese periodo a nuestra educación. Se supone que en ese tiempo aprenderemos cómo ganarnos la vida (o al menos eso nos dicen) pero la pregunta más típica cuando ya eres profesional es ¿y ahora qué? ¿Cómo me gano el dinero?
Ninguna mención académica le garantiza trabajo a quien la recibe, empezando por la triste realidad de que casi en su totalidad, la educación profesional está estructurada para que trabajemos para el Estado o en alcanzar los sueños de otro. ¿Qué hay de los nuestros? La primera condena que tenemos que pagar es la de asistir a instituciones con métodos obsoletos e información con una gran carga ideológica, para luego de graduados descubrir que de nada sirvió todo ese tiempo. Aprenderemos más sobre el trabajo en los primeros tres meses de contratados, que en cinco años de carrera. ¿Quién se atreve a contradecirlo?
Aquellos que tuvieron la osadía de no sacrificar sus vidas a un pupitre porque querían hacer dinero desde temprana edad, están al menos cinco años adelantados sobre los que sí, en eso de trabajar. Ellos, los que sí conocen el trabajo de emprender y aventurarse en el mundo de los negocios aprendieron que la única forma de ganarse la vida es produciendo; lo que más necesitas es tener voluntad y energía. La universidad nos enseña de todo pero aprendemos muy poco, pues el objetivo real tras esas cuatro paredes es: darnos permiso para trabajar.
¿Es que acaso el título no es más que una mera autorización? Valientes esos que aprendieron cinco años antes que para producir no hay por qué pedirle permiso a nadie, pues sus mentes son realmente libres de ese condicionamiento que nos enseña que el Estado es “el señor del universo”.
Condenada figura llamada “Estado” ¿cuándo fue la última vez que la desafiaste? Seguramente nunca porque estamos educados para respetarla, invocarla, temerle y considerarla necesaria hasta que la muerte nos separe. Lo que sí hemos hecho es llenar a cada momento sus tantas formas burocráticas, asistir a sus establecimientos para enterarnos de las últimas imposiciones, pedirles permiso para trabajar o emprender nuestro negocio y por supuesto, pagarles “cristianamente” sus impuestos por un trabajo que no hacen.
¿Acaso no es suficiente con pagarles el sueldo a todos esos empleados públicos? Para el Estado, no. Esos que solo cumplen horarios de oficina y que no producen nada, tienen la autoridad para otorgarte o negarte ese permiso de ganarte la vida. ¿Por qué esta sociedad es tan “inteligente”?
Podremos creer que se trata de evolución pero los hechos nos demuestran que, hasta que no se le arrebate de las manos al Estado ese poder para autorizar o prohibir, hasta que no limitemos sus funciones a la más mínima expresión; aquellos que quieren y saben cómo producir siempre tendrán que pedir permiso. Mientras más obstáculos haya en la vía, más lento será el viaje hacia el desarrollo. ¿Comenzamos a cuestionar su existencia?
José Miguel | Foto: Thomas Hawk