Todos los venezolanos hemos sido víctimas del hampa, ya sea de forma directa o indirecta —cuando un amigo o familiar sufre por su azote implacable que, por cierto, no distingue entre razas, sexos, e incluso ideologías políticas—.
Yo no creo mucho en estadísticas -porque se basan en números que proporcionan los Estados- pero varias organizaciones “de por ahí” concuerdan en que Venezuela es uno de los países más peligrosos del mundo, lo cual -evidentemente- es algo que a uno le abochorna sobremanera, sobre todo cuando tus padres te han echado cuentos de cómo era la cosa antes, cuando ellos eran jóvenes: Entonces, Venezuela era la definición de progreso pacífico, mientras que Colombia, por ejemplo, se hundía en un infierno de guerra de guerrillas, paramilitarismo y narcotráfico.
En el presente, muy en contrasentido a aquellos años, Venezuela es el territorio de guerra de América Latina, guerra no sólo entre ideologías y visiones -relativamente- contrarias de la realidad social, sino literalmente entre el bien y el mal, entre quienes matan por un teléfono móvil y quienes invierten gran parte de su dinero para adquirirlo de forma honesta. Y si bien esto es un monstruo que lleva al menos sesenta años de gestación, ha encontrado sus más provechosos años de auge durante el chavismo, básicamente porque desde el propio gobierno se promueven abiertamente las prácticas delictivas.
No me refiero con esto a un simple hecho aislado en el que dos narco princesos, familiares directos de la primera dama venezolana, hayan sido capturados infraganti por un organismo de seguridad internacional en plena transacción de venta de casi una tonelada de cocaína. no, me refiero a que el PSUV -el partido de gobierno- funciona como una mafia donde el cabecilla supervisa operaciones delictivas que incluso involucran a instituciones del Poder Público, el ejército y los cuerpos policiales.
¿Qué significa esto? Que para cualquier otro país del mundo resulta “normal” que a sus políticos se les relaciones con “actos de corrupción”, mientras que para Venezuela lo “normal” es que se les relacione con el crimen organizado, concretamente con el narcotráfico y el lavado de dinero.
Pero no entremos en detalles sobre esto, pues la idea no es perder el tiempo acusando a quienes ya todo el mundo sabe que hacen estas “cosas”. Lo central aquí es decir que, si bien Venezuela es el país donde el Estado es quien por excelencia promueve la criminalidad, no podemos decir que sea un caso exclusivo.
Las prácticas de todos los Estados del mundo son las causantes del nacimiento de las bandas criminales que hoy conocemos. Por ejemplo, sin ir muy lejos, la prohibición por ley del consumo y comercialización de drogas ha supuesto el nacimiento de imperios delincuenciales como el de Al Capone, Pablo Escobar, “El Chapo” Guzmán y los “Narco Soles” criollos; y también pudiéramos debatir por qué las sociedades en las que hay libertad para portar armas son más seguras que Venezuela, donde la demagogia de las “leyes desarme” lo que ha servido es para consolidar la cifra de nada más y nada menos que veinticinco mil muertos en un año por causas violentas -y con esto no me refiero a ataques cardiacos-.
Sigamos así y llegaremos a la conclusión de que, en cuanto a seguridad, el Estado es un perdedor, y cuando combina su natural ineficiencia con una abierta promoción del crimen, esto resulta en un cóctel explosivo y sangriento. ¿Pero por qué la libertad, como se menciona el título de este texto, sería la solución contra el crimen?
La explicación es muy sencilla: el crimen es un negocio; si alguien trafica droga, hurta, secuestra o mata, lo hará casi siempre en nombre de un lucro. Es evidente que una persona con una educación pobre y con muchas dificultades para “salir de abajo” de forma honesta, se verá más tentada a tomar “caminos fáciles” de alta rentabilidad que una persona con mejores condiciones. No hay que caernos a cuentos: sabemos que es en los sectores populares donde se concentra la mayor cantidad de población criminal de un país. No digo que no haya malandros oriundos de La Florida, Bello Monte o Montalbán, pero sin duda son una cantidad ínfima ante lo que viene de Gramoven, La Bombilla o Carapita.
Y si todos, hasta los políticos, saben que esto es así, ¿por qué El Poder no ha podido resolver el problema? Porque El Poder no tiene ningún interés en hacerlo o simplemente es otra víctima más de su propio y fracasado sistema. Desde todos los sectores políticos se apela a la corrección política y al “buenismo”, al “pobrecitos los pobres”, que no es más que repetir con otras palabras la misma idea tonta de que una persona que haya nacido en una favela está condenada a ser inútil de por vida y, por lo tanto, habrá que “ayudarla” -¿Malacostumbrarla a la mendicidad, a vivir en el rancho para siempre?-.
Lo que ayuda no es la “ayuda”, sino dejar a la gente en paz. Y es que una “ayuda” del Estado nunca es gratuita; se paga, y se paga caro, con inflación, impuestos altos, endeudamientos masivos que liquidan la confianza de los inversores, los ingredientes esenciales del caldo de cultivo para una sociedad criminal.
Cuando una economía es caótica, con un alto costo de la vida por la inflación y donde se cierran cada día decenas de empresas en lugar de que nazcan nuevas, los índices de criminalidad y de actividades que consideramos malas o inmorales no pueden ser bajos. (Es verdad que en Cuba “no hay malandros”, pero hay tantas “jineteras” que el exceso de oferta las hace más baratas que un tubo de crema dental). En cambio, cuando una economía es boyante, hay menos motivaciones para cometer crímenes, porque hay más posibilidades para poner en marcha negocios honestos que prosperen.
Al mismo tiempo que el chavismo arrasaba con el mercado, la actividad delictiva crecía estrepitosamente en Venezuela y hoy, el país con la mayor inflación del planeta Tierra, es también el país con más homicidios per cápita; al contrario de Suiza, que con una deflación controlada y marcada por el aumento de la oferta de bienes y servicios -sin mencionar su libertad de armas-, es uno de los países más pacíficos que existen. Y créanme, antes de que me saquen el tema de la “cultura”, debemos entender que no hay nada que justifique nuestra situación más allá de una simple falta de compromiso a que las cosas sean realmente diferentes. Las soluciones las sabemos, lo que hay es que ponerlas en práctica.
Por: Nixon Piñango.