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El Final de Nicolás Maduro: Una Reflexión Inspirada en su Propia Maldad

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Mis amigos no siempre me lo dicen de frente, pero cuando ignoran convenientemente alguna publicación en mis redes sociales donde menciono algo sobre «matar a Maduro», me hacen saber que les parece algo muy radical. Y sí, a mí también me suena chocante ahora que lo leo con frialdad en este artículo, por eso lo voy a plantear de una forma distinta…

En estos días, durante el mega apagón que azotó Venezuela por cinco jornadas enteras (y que persiste de forma intermitente al menos hasta la fecha en que se publica este artículo), vi un video —de los tantos que se hicieron virales en redes sociales— que me dejó realmente mal, porque revolvió muchos sentimientos en mí y me obligó a reflexionar entre lágrimas sobre lo injusta que ha sido la vida con Venezuela…

En el video aparecía una mujer cargando con una niña desnutrida en sus brazos, la niña estaba muerta y la señora explicaba las circunstancias: la criatura, que tendría unos seis o siete años de edad, sufrió una especie de shock y la madre, en pleno apagón, salió desesperada a ver si la podían atender en algún centro médico. Pero nada, entre la falta de luz y de insumos que impedían que la niña recibiera los cuidados necesarios, falleció.

Quizás lo que más me perturbó del video fue cómo la señora narraba el evento inexpresiva, sin llorar, y con una tranquilidad que solo puede dar cuenta de un proceso largo y doloroso de resignación. Yo lo entiendo, porque lo viví en carne propia con mi padre, quien murió de cáncer de pulmón en octubre de 2017. Y es que, como el cáncer, la desnutrición es un proceso lento de agonía tanto para el que la sufre como para el que la vela, y que sólo se detiene cuando llega la muerte.

Mientras escribo esto, recuerdo la imagen del video y me imagino a mi padre consumido por el cáncer, y se me salen las lágrimas, sobre todo porque caigo en cuenta de que no hay trucos… El dolor que vivió y vive esa mujer (además de las familias que pasan por lo mismo) es real e irreparable. Aparte de que no se trata de una imagen del África Subsahariana o de Bangladesh, sino del país en que nací, en el que viví hasta hace unos meses y en el que aún vive la gente a la que quiero.

Tanto Nicolás, como Diosdado, como Jorge o Delcy, etc., han visto este mismo video. Es más, me los imagino a todos mirándolo en pantalla grande, sentados en torno a una mesa de reuniones, mientras diseñan estrategias para sortear a nivel mediático lo mal que este tipo de materiales audiovisuales habla de ellos ante los ojos del mundo. Se trata de un estrato tan elevado de maldad que yo, que soy un tanto agnóstico, estoy por pensar que un ser humano no puede llegar a ser tan malvado sin la ayuda de alguna especie de fuerza demoníaca.

Ya aquella imagen comparativa entre una caracterizada Linda Blair e Iris Varela no me parece tan graciosa, precisamente porque no ha nacido gratuitamente, proviene de lo que la gente puede percibir, de la perversidad demoníaca que los rostros de los jerarcas del chavismo reflejan.

A una persona de bien, este video le haría reflexionar muy duramente sobre sus acciones, y más si está consciente de que es responsable de lo que en él se muestra. Pero el hecho de que no hayan cambiado las cosas indica que más allá de un tema político, estamos hablando de algo esencial-radical: de una lucha entre el bien y el mal. No vemos aquí a personas que piensan distinto y que debaten o compiten entre sí como pasa con los republicanos y demócratas en Estados Unidos, con los populares y socialistas en España, o incluso con los adecos y copeyanos en la Venezuela de la cuarta. Vemos ángeles contra demonios —y algún que otro híbrido—.

Un contexto así denota prácticamente un juego de suma cero: «o ellos o nosotros», y es por eso que hay mucha ingenuidad en ese pensamiento pacifiquero, si es que así pudiésemos llamarlo, de querer resolver la cuestión «por la buenas», como si de verdad cupiese de forma realista la posibilidad de un Nicolás Maduro aceptando irse a vivir a otro país con una pequeña porción del dinero que se ha robado, como si de verdad él no fuese el catalizador de una serie de bandas criminales que sobreviven manteniendo a los venezolanos subyugados.

Lo triste de todo esto, es que estas personas defensores del «camino pacífico», que son las que rechazan mis mensajes pro extirpación del tumor, describen un escenario de intervención como un derramamiento de sangre por el que nadie quisiera pasar. Y no. Esto supone ser ignorante no sólo en el propio hecho de conocer a su propio país sino en el hecho de que las intervenciones militares del presente ya no son como las del pasado.

Esa imagen de los marines norteamericanos desembarcando en las costas de La Guaira es tan poco realista como la imagen del ejército venezolano enfrentándose a ellos. El problema de Venezuela es tan quirúrgico que podría resolverse con un dron o con un misil teledirigido, por decir algo simplista, además de que no se podría esperar una respuesta de la FANB básicamente porque no hay nada más cobarde que un militar venezolano, ¿o es que acaso no recuerdan quienes fueron los primeros que salieron corriendo cuando aquel célebre atentado contra Maduro en la Avenida Bolívar de Caracas?

Pero quizás lo único que me da esperanza de esta situación es que la gente está del todo clara de sus sentimientos hacia Maduro —y compañía— como persona, y es que hay tan poca empatía ciudadana con él que si se diese el caso de que cayera un misil sobre su búnker en el Fuerte Tiuna y su vida se acabase a consecuencia de ello, nadie -más que sus hijos quizás- le lloraría.

 

Por Nixon Piñango.

Nixon Piñango

Nixon Piñango

Periodista y escribidor. Artista de vez en cuando pero no perroflauta. Liberal de verdad.

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