La frase más famosa de Iósif Stalin fue: «considero completamente irrelevante a quien vota o cómo lo hace; pero lo que sí es verdaderamente importante es quien cuenta los votos y cómo lo hace».
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Estas palabras aparecieron citadas por primera vez en las memorias del asistente personal del tirano, Boris Bazhanov, publicadas en 1930, y hacen referencia a la capacidad que tienen las instancias de poder para torcer la voluntad popular en su favor, algo de lo que no solamente los soviéticos adolecieron.
Podemos verlo ahora, en el evento que después de la pandemia china ha acaparado la mayor atención del 2020, las elecciones presidenciales estadounidenses, manchadas por la tinta roja del fraude. Hasta para un venezolano, acostumbrado a estos menesteres, resulta sorprendente que se hable de la mano peluda de Smartmatic (empresa fundada con el dinero de la corrupción chavista) en el país con las instituciones republicanas más sólidas del mundo.
Pero esto no es más que otro indicio de que la democracia es un sistema demasiado imperfecto, y que no importa dónde y cuándo se ponga en práctica, al final, más temprano que tarde, sus puntos débiles afloran y provocan su desplome sobre las libertades de la gente.
De la representación simbólica a la representación directa
Durante el feudalismo, el poder de un rey se basaba en sus conquistas militares, lo que le volvía una figura ceremoniosa desde la perspectiva ciudadana, un simple elemento para justificar la cohesión territorial. La influencia verdadera y directa sobre la población, entonces, recaía en los señoríos, caudillos con tierras, dinero y poder militar.
En un mundo como ése, el Estado no ejercía una coacción generalizada como lo hizo en la era romana y luego en la era post-monárquica, porque no estaba capacitado para ello. El rey tenía una única función: cuidar del territorio (que consideraba su propiedad privada) para legarlo a sus hijos como herencia. Por eso sus majestades no se metían en la economía mucho más allá de cobrar un impuesto para mantener los ejércitos, endeudarse en épocas de vacas flacas y conceder algún que otro monopolio dentro de ciertos mercados.
De esta manera, los cambios de actitud de un monarca, sus abusos o gestiones deficientes se hacían mucho más notorias. Si por ejemplo se le ocurría aumentar el tipo único impositivo a más del cinco por ciento, corría el riesgo de que sus súbditos se sublevasen y le sometiesen a la inquisición de otras instituciones.
En contraposición, un presidente democráticamente electo puede hacerse con muchas funciones amparándose en que no se trata de su voluntad personalísima sino la de quienes le votaron. ¿Esto qué quiere decir? Que mientras un rey sólo podía legitimar sus abusos durante Estados de excepción o guerras, un funcionario público puede hacerlo cuando se le cante y sin consecuencias.
De allí que el voto sea un mecanismo ineficiente para mantener al poder a raya; de hecho es lo que impulsa la hipertrofia de los Estados modernos, que han crecido al punto en que pueden expoliar en promedio un cincuenta por ciento de nuestra riqueza y regular el uso del cincuenta por ciento restante.
A partir de esta cantidad ingente de legitimidad que el voto popular otorga, los sistemas democráticos tienen un mayor potencial totalitario que el de cualquier monarquía feudal. Sólo basta tener el aval de una mayoría simple para que cualquier abuso termine imponiéndose de forma generalizada e inmediata, lo que deja al azar como el único garante de que se mantengan las libertades o instituciones que la han protegido a lo largo de los siglos.
Miremos lo sucedido en los últimos veintidós años en Venezuela: hubo un promedio de una elección por año, o sea, más que en casi cualquier otro país. ¿Resultado? Venezuela es hoy uno de los países menos libres del mundo, pues esos comicios sólo sirvieron para legitimar atentados contra la libertad.
La dictadura de la mayoría
Los comunistas han visto en las elecciones una forma interesante para imponer sus abyectos ideales: si lo dice la mayoría, se hace. Por eso han invertido mucho tiempo y dinero en crear mecanismos para torcer la voluntad a su favor, ya sea a través de la propaganda como de la ingeniería electoral.
Para nadie es secreto que el chavismo (por seguir con el ejemplo venezolano) se ha mantenido en el poder gracias a una serie de fraudes electorales basados en softwares de totalización de votos, sobornos a la base votante y concesiones de identidades falsas. Además de eso, está el tema de la intencionalidad del voto…
El sufragio no se emite en favor de alguien sino en su contra, sobre todo en los casos donde las candidaturas se colocan de manera antepuesta, como pasa en Estados Unidos: voto por éste porque no me gusta el otro. Sin mencionar que casi nadie conoce el programa electoral del candidato que apoya, lo que convierte las elecciones en una especie de coliseo de sectas, donde gana el que logra emocionar más a las masas.
¿Y cuál es la principal materia prima para dicho hervor emocional? Las mentiras, por supuesto. Para los políticos lo único importante es establecer burocracias que den puestos de trabajo a las bases de sus partidos, garantizándose así el apoyo de éstas y oportunidades para acceder a cargos más elevados dentro de la nómina pública. No les interesa resolver los problemas de la gente (como lo prometen en campaña) sólo hacer la mayor cantidad de negocios que puedan porque, al ser seres humanos, su naturaleza les lleva a pensar siempre en el interés propio y de sus cercanos.
En democracia, los menesterosos no tienen la misma capacidad de decisión que los ricos; todo lo contrario, la mayoría ignorante y resentida impone cosas a todos, casi siempre con el claro interés de perjudicar, inmoralidad pura y dura. Ahora, la realidad es que no importa lo que la gente piense, sino lo que piensan las élites políticas que son las que cuentan los votos y mantienen el funcionamiento del sistema.
Lo que sucede en la sociedad como producto de la interacción humana es complejísimo y por tanto debe ser dinámico, no puede resumirse a la elección de ciertas autoridades cada cuatro o cinco años. No es un mecanismo de organización eficiente y probablemente sea sustituido en el largo plazo por un sistema basado en instituciones independientes, como el anarcocapitalismo. Claro, eso sucederá si las ideas liberales triunfan sobre las ideas socialistas; si no, la democracia nos conducirá a una pandemia de sistemas totalitarios con el potencial de extinguir a la raza humana.