«No puede ser casualidad que los lugares más capitalistas del mundo sean a su vez los que mejor desempeño ambiental tienen.»
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Cuando era adolescente, pertenecí a una organización ambientalista llamada Waku. El nombre tiene una historia graciosa: se suponía que significaba tortuga en la lengua nativa de los pueblos waraos (comunidad aborigen del sur de Venezuela), pero tiempo después descubrimos que en realidad significaba lento; es decir, lo mismo podía ser una tortuga que un caracol o una anciana con bastón. Más allá de eso, el término Waku se eligió en referencia a la tortuga arrau, un animal característico de la cuenca del río Amazonas que estuvo en peligro de extinguirse y, sin embargo, pudo subsistir gracias a las iniciativas humanas en pro de su conservación.
Si tratase de recordar por qué me interesó el ambientalismo con apenas doce años, fracasaría, pero sí puedo acordarme de que algo así había en el mood del momento: se me viene a la cabeza, por ejemplo, que por esos años lanzaron la película The Day After Tomorrow, una preciosa joya del alarmismo climático que además fue un blockbuster exitosísimo, ha envejecido muy bien y es una de mis películas favoritas de todos los tiempos. No digo que haya sido el filme lo que me inspirara, sino el referente que representaba en el contexto donde se estrenó, la moda, lo que se hablaba y practicaba entre los círculos burguesitos.
Ahora que lo miro en perspectiva, me siento un poco mal por haber criticado tan duramente a Greta Thunberg habiendo hecho yo lo mismo que ella cuando tenía doce años. Y es que el alma de una persona tan joven es inocente. Los niños bien que han sido educados en las escuelas predilectas de la clase media y que se han expuesto al cúmulo de información que en nuestros días vuela por doquier, quieren mejorar un mundo que, consideran, está mal y empeorará. Se sienten castrados por no poder tomar decisiones trascendentales y terminan en causas que los involucran de manera activa, como el ambientalismo, el animalismo, el anti-especismo…
Sin embargo, esas Gretas y Gretos en etapa de desarrollo crecerán y muchos notarán que todo lo que gira en torno al cambio climático se puede discutir.
¿De verdad no es una cuestión política?
Siempre me he considerado un opositor a la tiranía chavista; a los doce años ya lo tenía claro aun cuando mi formación ideológica no estuviese tan desarrollada. Empero, el trabajo con Waku (que no describiría como activismo) involucró necesariamente a entes gubernamentales e incluso me hizo ver cosas traumáticas como la salida del armario chavista de uno de sus fundadores y líderes, a quien yo consideraba una persona inteligente.
No terminaba de cuadrarme lo que pasaba a mí alrededor, por qué el hecho de plantar árboles o limpiar arroyos me acercaba tanto a actividades partidistas o propaganda política. Me parecía contradictorio que científicos, quienes entendían las consecuencias de no cuidar el medioambiente, fueran chavistas. Por eso terminé abandonando Waku, aunque tendrían que pasar años, mentores y libros correctos, para que pudiese entender que lo que veía no tenía nada de raro.
El discurso más emblemático de Greta Thunberg, donde dijo aquel famoso «how dare you?» con una cara de pocos amigos que dio para memear por meses, se llevó a cabo en la ONU, el centro de ensalzamiento de la política y el estatismo más importante que existe. También hemos visto cómo la televisión se ha encargado de parcializar debates sobre el cambio climático entre carcamanes omnívoros y machistas (obviamente los negacionistas del cambio climático), y muchachitos que cumplen con todos los requisitos para la bondad moderna: veganos, gays, aliades feministes… Pueden evidenciar lo que digo yendo al canal de América TV en YouTube y viendo los debates entre gauchos y veganos que se hicieron súper virales en 2019.
A mediados de ese mismo año, también se hicieron noticia los incendios forestales que suelen ocurrir anualmente en la selva amazónica. Los medios de comunicación publicaron notas alarmistas que concentraban el foco en la parte brasilera del Amazonas, con toda la mala intención de atacar al presidente Jair Bolsonaro, un negacionista del cambio climático y político conservador en general. Ahora, la situación era muchísimo peor en Bolivia, donde el dictador Evo Morales, había legalizado la quema de bosques para su explotación; sí, Evo, el presidente indígena, uno de los héroes del pachamamismo latinoamericano.
Al respecto de estos incendios, Javier Santaolalla, uno de los youtubers de divulgación científica más famosos del mundo hispanohablante, comentó lo siguiente: «en realidad el mundo es global, lo que requiere acciones globales, de una sociedad única, una civilización mundial, planetaria, que se preocupe por la situación de todo el planeta. Y es que los retos que plantea este Siglo XXI requiere de una actitud muy diferente, la de una humanidad con carácter global, que piense de forma colectiva en cuidar y respetar todas las formas de vida en este planeta, en cuidad y respetar toda la Tierra. Eso si no queremos que seamos recordados, si es que queda algo vivo, como el peor virus que pisó la Tierra».
Así concluyó un video publicado en agosto de 2019, donde además se quejó de Bolsonaro y no de Evo, por supuesto. En esa misma onda, José Luis Crespo, mejor conocido en YouTube como QuantumFracture, hizo una serie de videos entre 2019 y 2020 dedicados al cambio climático. En uno de ellos, publicado el 9 de junio de 2020, dijo la siguiente frase: «esta lucha para frenar el cambio climático se tiene que hacer en muchos frentes, no puede recaer todo en nosotros. Los políticos tienen que hacer mucho».
El audiovisual, de casi veinte minutos, daba un montón de ideas para reducir las emisiones de carbono con acciones individuales (algo muy liberal) que quedaron desplazadas cuando mencionó la palabra políticos. Seguramente lo hizo porque es lo políticamente correcto (valga la redundancia), y es que en estos tiempos no está bien visto sacar a los burócratas estatales del medio ambiente. Tanto Santaolalla como Crespo quieren dejarles la mayor responsabilidad, están dispuestos a darles mucho más poder del que ya tienen. No me atrevería a decir que votan a Podemos, aunque en el caso de Crespo pude intuir que es de izquierda después de ver aquella charla que dio en el ciclo Desgranando Ciencia, donde dedicó los primeros minutos de su presentación a burlarse del partido VOX, calificándolo de fascista.
Como sabemos, el socialismo vive de hacer pelear a la gente entre sí; éste no tendría sentido si no hubiese una épica de buenos contra malos en la vida real. He allí que algo como el fin del mundo, nada más y nada menos, sea una cuestión súper atractiva para la izquierda, el escenario perfecto para poner a los buenos del lado de los que cuidan al planeta y a los malos del lado donde da igual lo que suceda.
Ahora, también hay que decir que esto no sería así si no estuviesen aquellos que justo cumplen con el estereotipo malvado antes descrito, personajes como Trump y Bolsonaro, que tratan al calentamiento global como una ficción a pesar de los miles estudios que prueban lo contrario. Lamentablemente, ellos vienen de lujo a la izquierda porque confrontan de manera desagradable el instinto de conservación que todos los humanos tenemos, lo que hace que (literal) haya mucha gente que no les vote por el miedo a que puedan acelerar el Juicio Final.
Por otra parte está el énfasis que los científicos hacen del carácter antropogénico del cambio climático; es decir, el humano ha impulsado un desarrollo económico a partir de la Revolución Industrial decimonónica, que dio paso a una serie de industrias contaminantes, como la de los combustibles y la ganadería intensiva. Eso les sirve a los izquierdos para asociar al capitalismo con el fin del mundo, utilizan el ecologismo para promover el sacrificio de los avances sociales producidos por el mercado en los últimos doscientos años, aun sí eso supone volver a la época en que más del noventa por ciento de la población vivía en la extrema pobreza.
Y por supuesto que sólo sería válido para países que no les gustan, como Estados Unidos, pero China que haga lo que quiera, no importa que China sea el país más contaminante siempre que sea comunista y que, más significativo aún, siga pasando los cheques con los que se mantiene a organizaciones verdes.
¿Por qué el capitalismo es más amigable con el medio ambiente?
El capitalismo se define como un sistema donde el usufructo de los medios de producción pertenece a las empresas privadas, por tanto, son los derechos de propiedad los que definen los ámbitos de la vida, incluyendo al medio ambiente.
En un larguísimo ensayo llamado The Economics of Welfare, el economista Arthur Pigou describió el famoso ejemplo de la fábrica y las camisas manchadas: existe una fábrica en un pueblo y ésta produce un humo que mancha las camisas de alguien que vive en otro pueblo, esto se conoce con el nombre de externalidad negativa y Pigou lo interpretó como un fallo del mercado que sólo se podía resolver con una intervención del poder político, concretamente con los llamados impuestos pigouvianos.
Un ejemplo de ellos son los impuestos verdes o a las emisiones de carbono que tienen detrás la intención de recaudar sobre externalidades negativas y suelen ser populares en el discurso. No obstante, la mejor refutación a tal esquema la hizo el economista Ronald Coase en su artículo The Problem of the Social Cost, publicado en 1960. Coase explica que las externalidades negativas se resuelven a través de pleitos legales surgidos de las violaciones a la propiedad privada. En el caso específico de la fábrica y las camisas manchadas, alude a la propiedad del aire, cuya definición permitiría que los afectados demandasen al productor del humo ante una corte como sucedió en un ejemplo real, también citado en el texto:
Una de las consecuencias de las conexiones ferroviarias durante el Siglo XIX era que el paso de los trenes producía chispazos que causaban incendios en los campos. Allí, claramente, la externalidad se resolvía cuando los propietarios de la tierra demandaban a las compañías ferroviarias para que éstas indemnizaran las pérdidas. Entonces las compañías ferroviarias, que perdieron mucho dinero haciendo estos pagos, idearon las famosas bases de piedra a los costados de los rieles con las que evitaron que se siguieran produciendo incendios.
Cada quien puede comprobar en su vida cotidiana cómo la contaminación depende de los derechos de propiedad: si alguien anda por la calle, es más probable que contamine allí (tire basura, grafitee, etc.) a que lo haga en su casa. Sucede porque la calle no es de nadie; en algún momento de la historia las vías de comunicación fueron expropiadas y las competencias sobre su manutención fueron asumidas por el Estado. Ahora, puede ser que a esa misma persona tampoco le importe tener su casa como un chiquero. Sin embargo, seguro se molestaría si otra persona tirase basura en su porche o grafitease sus paredes. Es así con los bosques, las reservas naturales, el agua, etc., por eso los países menos contaminados son aquellos donde los derechos de propiedad están mejor definidos.
Si revisamos el índice de desempeño ambiental y lo contrastamos con el índice de libertad económica, evidenciaremos un parecido entre los países que están en los primeros lugares de ambos rankings: Suiza, Dinamarca, Reino Unido… Simplemente, no puede ser casualidad que los lugares más capitalistas del mundo sean a su vez los que mejor desempeño ambiental tienen.
La innovación acaba con el impacto medioambiental
A finales de los años cincuenta, el ingeniero y físico estadounidense, Jack Kilby, en conjunto con un equipo de trabajo financiado por la empresa Texas Instruments, creó uno de los primeros circuitos integrados de la historia. Dicho invento cambiaría el curso de la humanidad para siempre pues inició una segunda Revolución Industrial centrada en la electrónica, a la que sobrevino una serie de inventos que mejorarían nuestras vidas sustancialmente.
La electrónica se hace más pequeña, económica y eficiente con el paso del tiempo, permitiendo así que podamos almacenar infinidad de datos en cada vez menos espacio. Para acumular un terabyte en los años ochenta se necesitaban aparatajes que ocupaban habitaciones enteras; hoy, dispositivos comerciales de Segate o WD pueden almacenar hasta cuatro terabytes y caber en la palma de la mano al mismo tiempo.
Imagínense si todos esos datos no estuvieran expresados digitalmente sino en sus versiones primitivas, si todos fueran libros de papel, correspondencia física, fotografías impresas, cuadros, etc., quizás ya nos hubiésemos cargado todos los bosques del planeta. ¿Qué hubiese sido de los bosques si la gente todavía usara leña para cocinar o calentar sus hogares, en lugar de microondas o calefacción?
En un momento de la historia, el homo sapiens cayó en cuenta de su impacto y se vio forzado a cambiar su modo de vivir, algo que hizo de manera privada y asumiendo que el coste de seguir avanzando como venía podría ser peligroso para su entorno y, por lo tanto, para él mismo. Todas esas empresas verdes que existen ahora, ya sea que produzcan energía o productos no contaminantes, no hubiesen existido de no haber sido por las revoluciones industriales; son el resultado de la función empresarial, no de un Estado que redistribuye la renta como mejor le conviene.
Y lo más probable es que, en el futuro, la contaminación no vaya a ser un problema. Ya lo podemos intuir viendo el panorama presente: cada vez hay más demanda de bienes y servicios amigables con el medio ambiente, lo que da ideas a los hombres de negocios para invertir y sacar beneficios al respecto.