El pasado 21 de febrero del año 2021 se realizó el tan esperado debate entre dos referentes de la sociopolítica liberal latinoamericana: la politóloga guatemalteca, Gloria Álvarez, y el politólogo argentino, Agustín Laje.
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Su acalorada discusión dio a la audiencia la idea de que el aborto es una diatriba maniquea donde sólo puede haber dos bandos enfrentados, los pro-vida y los pro-choice, y que sólo uno de ellos tiene la solución definitiva.
Pero eso, en palabras sencillas, no es así. El debate del aborto está cargado de sesgos religiosos o de moral individual. Los pro-vida suelen ser personas de fe mientras que los pro-choice suelen ser ateos o agnósticos, y digo suelen porque lo importante es la tendencia; desde luego que hay pro-vida ateos y pro-choice religiosos. Por eso el asunto está lejos de resolverse y mucho menos se debe asociar la totalidad de las posturas pro-vida o pro-choice al liberalismo/libertario. Veamos por qué:
Rebatiendo posturas pro-vida
Los pro-vida, como es sabido, se manifiestan contra el aborto, no sólo desde el punto de vista personal, sino político; buscan erradicarlo a través de sanciones.
El término pro-vida es un problema en sí mismo porque alude a la defensa irrestricta de una vida que ni ellos mismos respetan: comen carne, matan insectos, algunos hasta son cazadores… Dirán que pongo ejemplos inocuos, pero es importante adjetivar y dar contexto a la clase de vida que se defiende para no concebir las cosas en absoluto.
Entonces supongamos que la parte vida del término apunta únicamente a la vida humana. Aun así, la ética contempla momentos en que ésta puede ser prescindible: matar en legítima defensa, el tiranicidio… Algunos conservadores son, además, tan contradictorios como para aceptar la pena de muerte en ciertos casos mientras argumentan contra el aborto con la famosa frase: «la vida inicia en el momento de la concepción».
Cuando un liberal dice que la vida, la libertad y la propiedad son derechos fundamentales del ser humano, asume que la preservación de tales derechos en uno puede suponer su conculcación en otro y sin que haya necesariamente coacción estatal sistemática, sólo con normas libres. Ejemplo: si alguien roba, recibe un castigo que violenta sus derechos fundamentales, se conculca su libertad de movimiento, su propiedad (multa, indemnización) o incluso su vida si la legislación a la que se enfrenta lo contempla.
La misma idea se aplica al aborto en casos donde hay un claro conflicto de intereses: si la madre corriese riesgo de muerte por dar a luz, abortar sería un acto de legítima defensa. También se puede dar un conflicto, definido como invasión a la propiedad privada, cuando el embarazo ha sido fruto de una violación. Y en todo conflicto, una parte sale perjudicada, nos guste o no.
Algunos pro-vida utilizan el principio de no agresión para justificar la ilegalidad del aborto, y eso demuestra que no entienden de qué se trata tal principio. Una agresión, que puede conceptualizarse como un acto violento contra los intereses de un tercero, necesita de dos: el agresor y el agredido. Si uno de los dos no existe, ninguno existe, por eso al que patea una roca no se le puede considerar agresor. Para que algo pueda ser agredido debe manifestar sintiencia (capacidad de sentir), como la elemental reacción al dolor o al hambre que tienen los bebés recién nacidos. Es apenas a las doce semanas de gestación cuando se empieza a formar el sistema nervioso del feto, por lo que no se puede hablar de sintiencia primitiva hasta entonces. Algunos estudios indican que, como tal, la sensación de dolor aparece a las treinta y cinco semanas de gestación.
Es aquí donde los pro-vida desechan lo material y recurren a la metafísica, al tópico aristotélico-tomista de la potencialidad, con que pretenden zanjar definitivamente el debate sin notar que tiene agujeros. Dicen que el cigoto «es un ser humano en potencia», y lo más interesante de la frase es que incorpora en sí misma su refutación: el cigoto es un ser humano en potencia, ergo, el cigoto no es un ser humano. Y si no es un ser humano, se puede disponer de su vida.
Pero la potencialidad no tiene fin; se puede ir más allá y evidenciar lo absurdo que supone usarla de argumento contra el aborto: si un cigoto es un ser humano en potencia, entonces también lo son los espermatozoides y los óvulos. ¿Somos entonces genocidas al masturbarnos, menstruar o utilizar preservativos? Algunos responderían a esto que el cigoto es una célula totipotencial, pues no requiere de otra para llegar a su última etapa, pero dicha totipotencialidad igual no existiría sin la potencialidad del espermatozoide o del óvulo; estos también pueden llegar a ser cigotos, totipotenciales y, por tanto, humanos…
Desde un punto de vista político, los pro-vida suelen ser conservadores, usan el poder político para preservar o restaurar tradiciones e imponerlas al conjunto de la población. Pero también se puede ser un liberal/libertario pro-vida teniendo una actitud hacia el aborto parecida a la de Hans-Hermann Hoppe, para quienes el Estado no debe intervenir en la materia y apelan a que las instituciones libres castiguen la práctica.
Escribía Hoppe acerca de la opinión que Rothbard tenía sobre el aborto: «Aunque Rothbard inmutablemente mantuvo sus conclusiones respecto de los derechos de hijos y padres, sus posteriores escritos con un énfasis incrementado en asuntos morales-culturales y el aspecto excluyente de los derechos de propiedad privada colocaron estas conclusiones en un contexto social más amplio (y característicamente conservador). Así, aunque a favor de un derecho de la mujer a abortar, Rothbard sin embargo se opuso estrictamente a la sentencia del Tribunal Supremo de EEUU en Roe vs. Wade, que reconocía ese derecho. No era porque creyera incorrecta la conclusión del tribunal respecto de la legalidad del aborto, sino por el asunto más fundamental de que el Tribunal Supremo de EEUU no tenía jurisdicción en la materia y de que, al asumirla, había engendrado una centralización sistemática del poder del estado»[1].
Rebatiendo posturas pro-choice
El movimiento proelección (que se conoce mayormente por su nombre en inglés, pro-choice), es liderado por nefastos personajes de la izquierda radical de los que todo el mundo se burla. Sus principales representantes son esas mujeres latinoamericanas que se cortan el flequillo a la mitad de la frente y usan un pañuelo verde en el cuello. Propinan discursos propagandísticos que muchas veces ni ellas mismas entienden; los perciben como parlamentos contestatarios cuando en realidad justifican la implantación de yugos para controlar el más mínimo recoveco de nuestras vidas.
Hay un problema con el término elección y es que, si bien uno puede elegir sobre su propio cuerpo, no lo puede hacer sobre el de otros, y al no estar claros si lo que una embarazada lleva en su vientre es un ser humano con derechos, siempre será una posición muy precipitada el acometimiento de un aborto, siendo que además nadie cuestiona el derecho que tiene la madre al abandono o a dar en adopción a la criatura recién nacida. Asumir que la mujer es la principal portadora del derecho a elegir es alocado, y más cuando se pretende extender a momentos donde la viabilidad del feto es mayor, o sea, cuando está formado o está a punto de nacer.
El criterio de la condena es también un argumento frecuente en el discurso abortero. Te diría una feminista que «no está bien parir cuando no se tienen recursos para mantener al niño», una frase de trasfondo eugenésico que revela el lado más fascista de la izquierda. ¿Entonces no está bien traer un niño al mundo cuando no se tienen los recursos para mantenerlo porque la pobreza es mala y, por tanto, hay que matar a los pobres antes de que nazcan? ¿Por qué a priori el aborto se piensa como una opción para los pobres y no para los ricos?
Las leyes que regulan el aborto no son liberales en tanto que cargan la práctica a la cuenta del contribuyente, quien termina pagando el crecimiento de la burocracia en los derruidos sistemas sanitarios y los privilegios crematísticos de multinacionales como la Planned Parenthood Federation of America. Acá aplica la misma cita que coloqué anteriormente acerca de las opiniones de Rothbard sobre el aborto; los libertarios pro-choice (entre los que me incluyo) deben ser cuidadosos al mostrarse a favor de un mandato coactivo porque, sin querer, podrían estar recargando un arma política que la izquierda utilizaría para influenciar.
Y un último argumento que pudiésemos refutar en este apartado es el de la intrusión, que va de la mano con el uso constante del término embarazo no deseado. Se denomina como tal a todo embarazo que surge de imprevisto en personas perfectamente conscientes de las consecuencias de tener sexo en ausencia de profilácticos o anticonceptivos. Por tanto, se está considerando como intruso a alguien que, se sabía, podía llegar.
En la actualidad se enseña a los niños a que la vida surge de las relaciones íntimas, incluso se les enseña a protegerse contra embarazos o enfermedades que se pueden dar en los momentos exploratorio asociados a la pubertad, y esto se hace porque no está bien que haya niñas de trece años dando a luz. En ese sentido, la promoción del aborto como solución a la desidia individual es un incentivo perverso que exalta al colectivismo sobre la responsabilidad individual, haría que los adolescentes piensen en no protegerse porque, total, hay abortos gratuitos en los hospitales públicos.
¿Existe una postura sensata en todo esto?
La postura liberal, sea pro-vida o pro-choice, es la más sensata porque se basa en la no-intervención del poder político, acude a los acuerdos libres y voluntarios. Sin embargo, nuestra realidad vital es la de Estados-nación que no están en vistas a desaparecer pronto y que complican el debate en función de intereses oligárquicos. No parece haber una solución definitiva en un entorno así, de modo que lo más correcto sería aceptar, de momento, dicha irresolución y esperar a que el tiempo y las innovaciones reviertan la inmovilidad del fenómeno.
La ciencia podría resolverlo creando un mecanismo de extracción embrionaria no-traumático y uno de gestación subrogada artificial que pueda incubar al embrión extraído hasta que concluya su proceso pre-natal. Si bien ya existen incubadoras mecánicas que pueden viabilizar a un feto de hasta seis meses de gestación, éstas no son alternativas atractivas para quien ha decidido abortar porque igual tendría que cumplir buena parte del embarazo y además ser sometido a un parto involuntario o cesárea.
Una vez conseguido el avance tecnológico, el aborto inducido desaparecería o se transformaría en una especie de gestación subrogada artificial tardía, el mejor de los finales para ambas partes siendo que para uno de los agentes el interés es la vida y para el otro la conservación de su propiedad. Igualmente puede ser que la mencionada tecnología nunca llegue y debamos pensar, por tanto, en una innovación legal para aliviar el problema:
Está, por ejemplo, la propuesta de las comunidades contractuales de Hans-Hermann Hoppe, planteadas en su obra Democracy: The God That Failed, como pequeñas sociedades con normas acordadas por todos de forma voluntarias situadas en un mundo globalizado y anárquico. Podría haber comunidades contractuales donde el aborto esté permitido y otras donde no, diferentes opciones para que el ciudadano elija. Aunque está por verse la viabilidad de esto, que parece ser una fotografía un poco más utópica de lo que ya existe.
Mientras llega, podremos asumir una postura siempre que estemos conscientes de que los políticos no hacen nada por altruismo, de que aprobar una legalización del aborto en estos tiempos no se hace para «ayudar a las mujeres a que no mueran durante la práctica clandestina de éste», sino para contentar a grupetes que hacen mucho ruido entre una creciente masa de progresía juvenil. Asimismo en países donde la práctica sigue prohibida y se castiga duramente, además, donde se busca contenta a financistas pertenecientes a grupos religiosos fundamentalistas o ultra-conservadores.
[1] La cita fue tomada del prólogo que hiciera Hans-Hermann Hoppe a la obra The Ethics of Liberty (Ética de la libertad) de Murray Rothbard, para su edición de 1998.
Por Nixon Piñango.