Como ya todo el mundo sabe, el pasado 22 de febrero -en paralelo al concierto «Aid Live»- ocurría un acto lamentable en el sur de Venezuela: una mascare perpetrada por efectivos de la Guardia Nacional Bolivariana y colectivos armados en contra de personas pertenecientes a la etnia Pemón, que habían organizado un corredor para el ingreso de camiones con ayuda humanitaria desde Brasil.
Fue un acto vil de la tiranía que no fue de tanto impacto mediático porque fue eclipsado por otros acontecimientos ocurridos aquel día, pero que ahora sirve para explicar algo que la gente no ha terminado de entender y que tiene que ver con lo que, como individuos, representamos para la izquierda:
Para un venezolano cualquiera resultaría curioso que hayan sido indígenas aquellos que tuvieron las actuaciones más radicales y efectivas en pro del ingreso de la ayuda humanitaria al territorio nacional —una actitud decidida que implicó hasta inmolaciones— y no otros grupos de personas, como por ejemplo los enfermos de cáncer, o los lisiados, etc. Y a mí también me lo hubiese parecido de no ser porque pude presenciar con mis propios ojos las condiciones en las que esa gente vive.
Para quienes no lo sepan todavía, el sur de Venezuela es hoy en día un lugar caótico, un escenario en el que múltiples señores de la guerra se pelean entre sí por el control de voluminosos yacimientos de oro y otros minerales valiosos como el coltán. Esto ha creado un clima de hostilidad, tan igual al de Somalia o al de Libia, que ha desplazado a los aborígenes e incluso los ha hecho dispersarse. Muchos de ellos, de hecho, viajan a diario a la ciudad de Pacaraima —al norte de Brasil—, donde los misioneros cristianos les brindan cobijo y comida.
Para un indígena, que es una persona que subsiste como lo hacían los hombres de la prehistoria —a través de la recolección y la caza—, esto es algo inaguantable, no sólo porque no pueda combatir a sus verdugos con un arco y una flecha, sino porque carece de los capitales necesarios para establecerse con facilidad en otros lugares, y mucho menos si su desplazamiento es tan constante.
Ahora, si relacionamos esto con lo que se supone significan los indígenas para el discurso populista del chavismo, entraríamos en un razonamiento bastante curioso: las reivindicaciones de los socialistas para/con los más desposeídos siempre son cosmética pura. Si hacemos un recuento de estos veinte años de Revolución Bolivariana, encontraremos que todas las demostraciones verbales de amor que Chávez, Maduro y otros líderes de la izquierda venezolana han volcado sobre los indígenas solo se quedaron en eso, en palabras edulcoradas. Y es que, al final, los únicos indígenas que pudieron beneficiarse del chavismo fueron los que se enchufaron.
La mayoría de los indígenas venezolanos viven hoy en condiciones realmente precarias porque el régimen bolivariano, más allá del hecho de no encargarse de ellos, les ha saboteado su subsistencia promoviendo la aparición de toda una ola de criminalidad en las zonas donde ellos han vivido por siglos, paradójicamente, haciendo prácticamente lo mismo que hicieron los conquistadores y colonialistas europeos de quienes tanto despotrica en sus discursos.
Y es que para los marxistas no hay sentimientos que valgan, no hay una conmoción por ver a un indígena pasando hambre o huyendo a cada rato de quienes quieren cavar minas bajo sus chozas de palma; simplemente hay números que conforman una masa, una «indiada» —como decía el Che Guevara— que debe sí o sí apoyar a la «causa revolucionaria», independientemente de sus consecuencias, y si resulta que no la apoyan o que se rebelan contra ellas, pues se vuelven tan aniquilables como cualquier indigno burgués capitalista.
Por Nixon Piñango.